¿Quién no se ha destrozado la garganta en una verbena, con una o dos copas de más, coreando ese pegadizo estribillo que dice no, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, y las penas de se van cantando? Bueno, si nos atenemos a lo que asevera la Fiscalía, es probable que Rafael Amargo lo hiciera con una o dos rayas de más. Lo suyo, más que un carnaval, es una feria con montaña rusa. Eso sí, con más bajadas que subidas, no hay más que ver cómo se ha ido precipitando su carrera al vacío. Ahora bien, si hablamos de subidones y bajonas, la cosa puede que ande más reñida. El bailaor, que otrora acudía a los programas para hablar de sus espectáculos y de su arte, siempre acompañado de cierta polémica a la hora de hablar de dineros, se ve que le costaba pagar a sus bailarines, parece ya pasto de los espacios de sucesos.
Su última aparición estelar fue en Alicante, donde fue detenido por la Policía Nacional por un supuesto delito contra la salud pública, pero al ofrecer resistencia, también se le acusó finalmente de atentado contra agente de autoridad. En las redes circula un vídeo en el que se ve parte de la detención, realizada frente a la estación de ferrocarril, donde el artista, tirado en el suelo, consciente de que está siendo grabado, realiza una de sus grandes interpretaciones: «¡Mira lo que me están haciendo!», se lamenta ahogándose para dar mayor dramatismo al momento. Pasó la noche en los calabozos antes de pasar a disposición judicial.
Es la segunda vez que resulta detenido por la misma razón. Y recordemos cómo se puso la primera vez, que protagonizó una rueda de prensa en la que su abogado no sabía dónde meterse. Amargo hablaba agitado, luciendo todo un catálogo de tics, con un discurso inconexo… Pero sería todo por los nervios, claro. Incluso fue invitado al Deluxe: «En mi casa no se vende droga, se vende alegría», bromeaba. No especificó si la alegría estaba a 50 o 60 euros. Según él, no encontraron nada en el registro que se realizó en su casa. Jugó la baza de la víctima, el rostro popular que es sometido a escarnio público, que había perdido marcas publicitarias. Rafa insinuó que «alguien se lo tuvo que inventar», una mano negra, ya saben, pero reconoció que portaba una balanza de precisión en el bolsillo: «Cualquier consumidor habitual la lleva normalmente,» le espetó Kiko Matamoros a Paloma García Pelayo, que flipaba al saber que los drogadictos serán unos colgados, pero nadie les va a tomar el pelo en cuestión de micras. Pesar los ‘pollos’ es lo más normal del mundo, paletos. Llevaba la balanza pero al tiempo decía: «Hace siete años que no me meto una raya de cocaína porque veía monstruos». A medida que avanzaba la entrevista se hacía más y más difícil entender lo que decía. El monstruo parecía él.
«Rafa, narcisista donde los haya, convencido de ser una víctima y no un delincuente, anuncia ahora que se ha matriculado en una academia para prepararse las oposiciones a policía»
Había estrenado Yerma y lo último que imaginaba es que la policía había utilizado una foto de su perfil en Instagram, en la que aparecía vestido de cuervo, para bautizar una operación contra él y su supuesta banda organizada dedicada al tráfico de estupefacientes: la operación codax (cuervo en latín). Le habían intervenido el teléfono (compadezco a los agentes que hicieron el seguimiento de las delirantes conversaciones de Amargo) y habían estado comprobando el trasiego de clientes en su domicilio. Fue detenido junto a su mujer y dos socios.
El juez de instrucción número 48 de Madrid concluyó la investigación penal, considerando que hay indicios suficientes para juzgarle como cabecilla de una banda criminal de traficantes. Según el texto judicial, el bailarín también utilizaba mulas para la distribución de popper, cocaína y metanfetamina, el producto estrella de la casa. Amargo se encargaría de «la compra de cantidades de mediana envergadura de estupefacientes para abastecer al grupo de una mercancía destinada al tráfico». Lo que llama la atención es que el bailaor no escarmentara con una ‘pillada’ por la que la Fiscalía pide 9 años de prisión. Resulta incomprensible que, pendiente de juicio, sabiendo que la policía conoce al dedillo sus métodos, repita el mismo esquema, los mismos pasos, el mismo proceso. Supuestamente.
Y Rafa, narcisista donde los haya, empeñado en que el mundo gire a su alrededor, convencido de ser una víctima y no un delincuente, anuncia ahora que se ha matriculado en una academia para prepararse las oposiciones a policía. ¿No es una bonita forma de cerrar el círculo? De oponer resistencia a un agente a convertirse en uno de ellos: «Es un trabajo precioso. Me ha llamado la atención desde pequeño», ha confesado. Todos hemos jugado alguna vez a policías y ladrones. Pero los hay que preferían jugar a traficantes.